Enseñanza de los abuelos

Era admirable el ritmo que imprimía a sus diferentes actividades, producto del conocimiento adquirido por la práctica. En cada una había una lección para los demás, conocedor del resultado de la constancia y la perseverancia. Su hablar era pausado, claro, conciso y categórico. Al caminar hacia su parcela llevaba una cadencia inalterable, con pala y … Leer más

Era admirable el ritmo que imprimía a sus diferentes actividades, producto del conocimiento adquirido por la práctica. En cada una había una lección para los demás, conocedor del resultado de la constancia y la perseverancia.

Su hablar era pausado, claro, conciso y categórico. Al caminar hacia su parcela llevaba una cadencia inalterable, con pala y pico al hombro, a veces una barra y un poste para reparar el cercado de alambre de púa, dañado por el ganado o los vecinos imprudentes.

Si cortaba rastrojo, tenía perfectamente calculada la fuerza de su brazo en la rozadera o el machete, para desprender la caña desde su base, dejando los morros de la mata al mismo tamaño, en el lomo del surco como soldados perfectamente formados. Aprovechaba su paso para separ el frijol, desbrozar la hierba, dejando las áreas limpias y ordenadas después de la cosecha. Permitía a los niños juntar las calabazas, haciendo montones piramidales en la cabecera de cada tabla.

En la pizca del maíz hacía parecer fácil lo que a otros les representaba dificultad. En cuatro o cinco movimientos con su diestro pizcador de madera o de metal, conseguía una mazorca y la colocaba en el cesto de carrizo para completar la carga, mientras los nietos echaban maromas entre la paja, previo permiso o complicidad del abuelo.

Al desgranar en una olotera evitaba movimientos innecesarios. Hacía divertida la acción, haciendo saltar los granos, como danzantes de las fiestas patronales a San José, un diecinueve de marzo. Cada mazorca debía estar lo suficientemente seca para desprenderlos con facilidad del olote y almacenarlo sin riesgo de pérdida por descomposición.

Los consentidos de la familia escogían los olotes más largos en color rojo y blanco, para luego correr al gallinero de la abuela, donde juntaban plumas de sus alas o de la cola de los gallos, las cuales ensartaban en el centro de la base del olote, para luego arrojarlos hacia las nubes y verlos descender como helicópteros en el patio de la casa. Parte de la diversión era conseguir un carrizo largo, para bajar los que se quedaban atorados en las ramas de los pirules.

En los infantes la admiración se confirmaba al verlo uncir la yunta de bueyes, tanto al arado como a la carreta, con movimientos estudiados y metódicos al colocar con firmeza la coyunda en el yugo y los cuernos, dominando a las bestias con su don de mando. Han cambiado mucho los tiempos, pero la responsabilidad de los abuelos es la misma en la educación de los nietos.

Imagen Zacatecas – Huberto Meléndez Martínez




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